Resumen
Desde mediados del siglo pasado, las relaciones económicas internacionales se han llevado a cabo en un entorno cada vez con menores trabas, con vaivenes, pero cada vez con menores trabas.
La actual Presidencia norteamericana parece haber tomado, por el momento, un rumbo distinto, un rumbo en el que se busca reducir la competencia exterior para resolver problemas interiores.
Este trabajo pretende valorar si esa receta es posible en un mundo económico crecientemente intercomunicado.

  1. El eterno retorno

Cuando Nietzsche acuña la expresión “El eterno retorno” se está refiriendo a la circularidad de las ideas y de las culturas pero, en ese eterno retorno, podría haber incluido el proteccionismo – las barreras frente a la competencia exterior para proteger la producción interior –una de las políticas económicas que nunca desaparecen: siempre vuelven. La historia lo demuestra.

Arrinconado, en parte, el mercantilismo, la polaca comercial del absolutismo monárquico, por la escuela clásica inglesa – el modelo de costes comparativos de Ricardo es su expresión más clara: el comercio entre países puede y debe beneficiar a todos los intervinientes– parecía que, a finales del siglo XVIII, el mundo más desarrollado se adentraba en una etapa de reducción paulatina de fronteras económicas; pero los propósitos no fueron demasiado lejos.

Hamilton, en Estados Unidos, en el XVIII y List, en Alemania, en el XIX, manifestaron opiniones parecidas y contrarias a la apertura exterior.

Alexander Hamilton, uno de los firmantes de la Declaración de Independencia de 1776 y Secretario del Tesoro de Estados Unidos (1797-1801) fue uno de los defensores de la protección exterior, en sus diversas formas, por entender que la naciente economía norteamericana podría desarrollarse mejor  si se aislaba de la competencia de países más desarrollados, fundamentalmente algunos europeos.

Friedrich List el economista alemán, va seguir un razonamiento parecido. En su obra más conocida señala que las naciones tienen que desarrollarse con sus propias fuerzas y sus propios mercados y echa en saco roto las propuestas de los economistas clásicos ingleses.

Con repetidas referencias a List, y repetidas críticas al liberalismo económico, el bien conocido alegato de Antonio Cánovas del Castillo sigue la misma línea anterior. Haciendo gala de un amplio conocimiento de las propuestas librecambistas y proteccionistas de su tiempo, Cánovas señala que “la protección debe ser concedida al trabajo nacional, ante todo y sobre todo por ser nacional”.  Una idea – la de la protección del trabajo nacional – que va estar presente en la política comercial de la Restauración y que va a plasmarse en los aranceles de 1881, 1906 y 1922. Este último, propugnado por Cambó, fue calificado, en su día, como el “arancel del hambre”. España, es bien sabido, se había dotado de una muralla protectora que, tras la guerra civil y el ensayo autárquico, sólo comenzaría a cuartearse con el Plan de Estabilización de 1959.

La Gran Guerra de 1914-18 arrinconó el debate sobre política comercial – en las guerras todo queda subordinado al esfuerzo bélico – y, a su conclusión, el panorama económico mundial se caracterizaba por la importancia alcanzada por la economía norteamericana, por el esfuerzo de reconstrucción del Reino Unido y Francia y por el debilitamiento de Alemania, enormemente cuarteada por las pérdidas sufridas en la guerra y por las cláusulas del Tratado de Versalles.

Norteamérica, convertida ya en la primera economía mundial, conoció, a partir de 1923, un período de continuo crecimiento y notable dinamismo social – son los vibrantes años veinte – que le llevó, a muchos de sus inversores, en la segunda mitad de la década, a repatriar parte de las inversiones efectuadas en países europeos para aprovechar las continuas elevaciones de las cotizaciones bursátiles.

No puede decirse lo mismo de las principales economías europeas. Agotadas por el esfuerzo bélico, tanto Reino Unido como Francia  experimentaron crecimientos lentos en los años veinte  y los  antiguos imperios centrales – Alemania y Austria-Hungría- conocieron graves problemas de toda índole, entre otros la hiperinflación alemana de 1922-23.

La gran crisis, sin embargo, tendría su epicentro en los Estados Unidos.

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